El Irak que el Papa ya no pudo ver

Cárcel de Abu Graib, hoy desaparecida, donde fue hallado muerto en 1988 en una cámara frigorífica el marido iraquí de la canciller de la Embajada de España en Bagdad. (www.npr.org)
Así fue el régimen de Sadam Hussein antes del cataclismo que transformó Oriente Medio

Aterricé en el aeropuerto de Bagdad el 6 de noviembre de 1988. Tenía 25 años y una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores para estudiar árabe en un instituto para extranjeros de la Universidad Al Mustansiriya. Hacía exactamente tres meses que Irak acababa de firmar el alto el fuego con Irán tras una guerra devastadora que se prolongó durante ocho años y segó la vida de más de un millón de personas.

A simple vista, la guerra no había dejado señales sobre la faz de la capital iraquí. La contienda se había librado en la frontera terrestre y ni Teherán ni Bagdad habían sufrido daños materiales significativos. Solo en la recta final del conflicto armado, ambos países habían dispuesto de misiles con alcance suficiente para golpear las capitales aunque con efectos limitados.

Bagdad no era la ciudad de las mil y una noches que había imaginado. Ni rastro de la urbe mítica de zocos árabes y murallas medievales que evoca su nombre. La ciudad que me encontré estaba atravesada por grandes avenidas y grises edificios de cemento más propios de cualquier trazado urbano occidental. Solo las soberbias mezquitas de cúpulas azules y minaretes espigados rompían el monótono paisaje metropolitano a orillas del Tigris.

Tras ocho años de guerra, la mayor parte de las legaciones diplomáticas habían evacuado a sus nacionales. De hecho, en el Instituto de Lengua Árabe para No Nativos solo quedábamos ciudadanos de la todavía incólume Yugoslavia y españoles, si mi memoria no me falla. Éramos un total de 14 becados. Los chicos nos alojábamos en una residencia universitaria ubicada en el extrarradio de una ciudad desparramada y sofocante como no he visto otra. Las chicas pernoctaban en una casa con jardín vigiladas por dos funcionarias.

"Bagdad no era la ciudad de las mil y una noches que había imaginado. Ni rastro de la urbe mítica de zocos árabes y murallas medievales que evoca su nombre"

Pronto tuve señales inequívocas de que me encontraba bajo una dictadura despiadada y grotescamente personalista. La primera prueba se había evidenciado nada más descender del avión. Aeropuerto Sadam Hussein. Luego vinieron muchas más. No había barrio, avenida o rotonda que no estuviera decorada con un mural gigante del presidente del Gobierno. Sadam Hussein con turbante. Sadam Hussein con uniforme militar. Sadam Hussein saludando a la multitud. Sadam Hussein con gafas de sol.

El culto al líder indiscutible monopolizaba cada rincón de un país que salía de una dramática catástrofe humana y se dirigía hacia otra mucho más mortífera. No se trataba de un vínculo de simpatía al caudillo carismático. El régimen militar se sostenía gracias a un miedo atroz que se masticaba en la atmósfera desde el primer día que tocas suelo iraquí. En la misma residencia de estudiantes encontré pruebas palpables de ello. Nadie hablaba ni una sola palabra del Gobierno. Y los pocos que se atrevían lo hacían de forma estrictamente confidencial y siempre para implorarte que le facilitaras un salvoconducto para salir del país. Nunca sabías si se trataba de un grito desesperado de auxilio o de una trampa tendida por los ‘mujabarat’ (servicios secretos) para ponerte a prueba.

Las leyendas urbanas enturbiaban el aire asfixiante que se respiraba en el país. Uday Hussein, el hijo mayor, protagonizaba la mayor parte de ellas. Una de tantas lo ubicaba en una conocida discoteca de Bagdad arrebatando la novia de un joven y desenfundando una pistola para intimidarlo. Otras no eran leyendas. Eran actos criminales que retrataban la impunidad de una familia cruel y desalmada. En octubre de ese mismo año, Uday asesinó con sus propias manos a uno de los asistentes de su padre. En una farsa de juicio, retransmitido por televisión, fue condenado a un puñado de meses de cárcel y desterrado después por orden de Sadam Hussein a Suiza.

La brutalidad del régimen no era, en modo alguno, una fábula. Y la propia colonia española dio buena cuenta de ello. Ese mismo otoño de 1988, el marido iraquí de la canciller de la embajada desapareció. La diplomática española y su esposo se habían conocido en la Universidad de París a finales de los setenta. Se casaron, tuvieron tres hijas y lograron un puesto de trabajo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Los padres de Hassanian enfermaron y fueron a Irak para visitarlos. Nada más instalarse, y en el contexto de la guerra con Irán, fue movilizado y enviado a trabajar a una fábrica de armas como ingeniero industrial.

"El marido iraquí de la canciller de la embajada desapareció, lo que provocó un enorme impacto en la reducida comunidad española"

Ella, licenciada en Física y Química, consiguió un empleo en la embajada española, que fue revalorizando con el paso de los años. La desaparición de su marido provocó un enorme impacto en la reducida comunidad española. Lo recuerdo con angustiosa nitidez. El Ministerio de Exteriores puso en marcha todo su engranaje diplomático para intentar dilucidar qué diablos había pasado con el esposo de la canciller. Los meses se sucedieron en medio de un espeso silencio.

Hasta que el agregado militar español, el coronel Arturo Vinuesa, movió sus hilos en el interior de los servicios de inteligencia iraquíes. Días después, llegó una comunicación a la embajada española. La canciller debía presentarse en las dependencias carcelarias de máxima seguridad conocidas con la denominación que casi veinte años después alcanzaron siniestra fama: Abu Graib. Un soldado la condujo a un barracón, que resultó ser una cámara frigorífica. Y allí le entregaron al cadáver de su esposo rotulado con el letrero de “traidor”. El propio coronel Vinuesa lo relató, años más tarde, en su libro ‘Irak, ¿justicia o ambición?’, publicado por la editorial Fundamentos. El episodio marcó trágicamente a la colonia española. Y nos proporcionó una prueba, ya irrefutable, de la naturaleza criminal del régimen de Sadam Hussein.

El país se encontraba militarizado. Para abandonar Bagdad, era necesario solicitar un permiso oficial. Al Kurdistán estaba expresamente prohibido viajar. En aquel momento, teníamos una vaga noción de la conflictiva realidad que se vivía en los territorios kurdos del norte. Luego supimos que Bagdad había desencadenado ese mismo año un ataque químico contra la población de Halabja, que causó más de 5.000 víctimas mortales. Para controlar a la guerrilla kurda, el Ejército de Sadam Hussein desalojaba buena parte de los pueblos de la montaña y agrupaba a sus habitantes en Suleimaniya, la capital del Kurdistán. En Bagdad, apenas llegaban noticias. El embargo informativo era casi absoluto. De hecho, en la residencia de estudiantes donde estábamos alojados había bastantes kurdos con quienes manteníamos una relación aparentemente normal.

"Un soldado la condujo a un barracón, que resultó ser una cámara frigorífica. Y allí le entregaron al cadáver de su esposo rotulado con el letrero de traidor”

En ese contexto tan poco propicio, únicamente visité Basora en todo el año. A 545 kilómetros al sureste de Bagdad, es la segunda ciudad del país con 2,7 millones de habitantes. La guerra con Irán sí se dejó sentir allí con toda su crudeza. De hecho, el litigio territorial que enfrentó a ambos países brotó en el estuario de Chat el Arab, la única salida al mar de Irak. Fuimos a pasar la Nochevieja a Basora. Y aquel disputado canal se encontraba entonces plagado de buques desvencijados y medio hundidos en el agua.

La ciudad presentaba un aspecto fantasmal. El hotel donde nos alojamos se encontraba aún defendido por una trinchera de sacos terreros en la puerta. Muchos edificios estaban medio derruidos y, en algunas calles, enormes socavones certificaban el poder destructivo de los misiles. De Basora apenas recuerdo el paisaje plúmbeo de sus construcciones de cemento. Poco más. Y los doce dátiles que nos comimos en la habitación del hostal mientras en Radio Exterior de España sonaban las campanadas que daban la bienvenida a 1989. De regreso, el tren volvió a atravesar la inacabable planicie de tierra y piedras que conduce nuevamente a Bagdad.

Dos meses después, tuve la impagable oportunidad de viajar a Yemen en una prodigiosa aventura que ya narré en estas mismas páginas. A mediados de junio, abandoné Irak con destino a España. Nunca más regresé. Doce meses después, Sadam Hussein invadió Kuwait y precipitó al mundo a un abismo cuyas desastrosas consecuencias aún hoy, 31 años después, se dejan sentir en Oriente Medio.