Tribulaciones de un andaluz en Irán
Europa no es más que un monumento a la superpoblación mundial. Y ésta es la madre del cordero, la fuente de casi todos nuestros problemas: el mercado laboral está saturado, la eficiencia está a la orden del día, todo tiene que ir súper deprisa, hay que ser mejor que el otro y, cuando nos acostamos, nos retorcemos al pensar que al día siguiente nos espera lo mismo. Con este ritmo frenético, nos olvidamos de los pequeños detalles de antes, perdemos modales, nos detenemos menos en una conversación, disfrutamos menos de cualquier tontería de la naturaleza.
Para huir de esto, el hombre inventó las vacaciones. Supuestamente, durante las vacaciones, uno desconecta y se sumerge en un mundo más tranquilo. Pero hete aquí que, con la masificación del turismo. el viajero se topa con la misma gente que se encuentra en la oficina, en el metro, a la salida del colegio al recoger a los niños: gente malhumorada buscando su reposo. Por eso mismo hay que huir de los sitios masificados. En los lugares recónditos y vírgenes está la gente abierta a lo nuevo, a lo diferente.
Vuelvo la vista atrás en mi viaje por la antigua Persia y recuerdo a Mischa, suizo de 42 años que vendió su tienda de deportes en Lucerna para embarcarse en un viaje en bici a China. ''Llevas tantos días pedaleando solo por Turquía que de repente tienes ganas de hablar con alguien'', me dice con algo de pena. Luego tenemos una conversación sobre la vida, las relaciones y los 'clubs' del mundo germánico. Y hablamos de ello por las calles de un país más conservador a este respecto.
Paseando a 40° entre las paredes de adobe de las casas viejas de Kashan, me encuentro a un hombre con sombrero dispuesto a orinar en una esquina. Al verme anula la misión, y se sorprende cuando me ve fotografiarle a él y su hija. Pero no lo rechaza: posa y sonríe, y luego me pregunta de dónde soy. Ispanya, contesto, y su sonrisa se hace más grande. Me dice que él es un inmigrante afgano, y de inmediato me invita a entrar en su casa, escaleras abajo, donde me sirven agua, té turco y sandía. Intercambiamos palabras en español y afgano, nos contamos como podemos nuestras historias y, de repente, me llevo el choque del día. Tras contarme que uno de sus hijos allí presentes es sordomudo (y lo compruebo fácilmente), me ofrezco a darles 15 € (no mucho, era lo que podía permitirme en un país donde no se puede sacar dinero) para un aparato que, ellos dicen, les sale muy caro en Afganistán e Irán. El padre rechaza mi regalo de inmediato y ordena que la mujer traiga té verde.
La situación me rompe todos los esquemas, y la introspección a la que me veo abocado -qué orgulloso soy yo en cambio, y con qué gusto habría cogido dinero de un turista amable si hubiera sido pobre!- me invita de repente a salir de esa casa-sótano, huir de tanta humildad, volver a subir a la calle y ponerme a discutir con cualquier europeo, quizá porque es lo único que sabemos hacer los europeos.
La amabilidad de Farse me conmueve, pero de nuevo las prisas de mi reloj biológico alemán me llevan a presionarle para que se acabe el cigarrillo que se ha encendido en una calle estrecha (es Ramadán y no se puede fumar en público). Tengo que coger un autobús, y Farse dice que tengo tiempo aún. Pero mi orgullo es invencible, nunca me ha gustado esperar por culpa de los vicios de otros, así que me vuelvo de repente arisco, y Farse lo adivina, pidiéndome disculpas mientras caminamos. En la estación de autobuses de Shiraz, otro iraní se sienta a mi lado y me dice que es mecánico en un pueblo de alrededores. Al verme poco interesado y jugueteando con mi Canon, el iraní hace gestos con la mano imitando un robo, como para decirme que es peligroso mostrar una cámara en una estación pública.
Si alguien osa quedar abrumado por la amabilidad y el trato cálido de otras culturas, tiene que ir a la antigua Persia. Su pueblo es menos radical de lo que nos hacen creer, y más abierto de lo que queremos imaginar.