Esta historia está dedicada a un músico cubano que vive en Dubái y que a través de sus conversaciones conmigo plantó una semilla en mi corazón que me inspiró a escribirla.
¿Les he contado alguna vez cómo era la expresión en el rostro de Cristóbal Colón cuando escuchó a Rodrigo de Triana gritar “¡Tierra a la vista!” por primera vez, al llegar al Nuevo Mundo?
Creo que es imposible describir con palabras lo que sentí como marinero de aquella tripulación al presenciar semejante hecho histórico, en la madrugada del 12 de octubre de 1492.
Me embarqué en La Pinta en el mes de septiembre, después de que nuestro querido almirante hiciera escala en mi pueblo costero de Gran Canaria para reparar el timón y las velas de su famosa carabela. Aquel encuentro cambió mi vida. Jamás imaginé que acabaría formando parte de una travesía que el tiempo no olvidaría: el encuentro de dos mundos.
Yeray parpadeó varias veces, como si le costara despegarse del rocío salado de aquel recuerdo que no le pertenecía... o tal vez sí. Aún sentía el vaivén de la carabela en su cuerpo, el olor a madera húmeda, a cuerda y miedo. No era la primera vez que una regresión lo dejaba tan descolocado, pero sí la más vívida, la más… real.
La terapeuta, una mujer de voz pausada y mirada antigua, lo observaba en silencio desde su sillón de mimbre. En Myanmar, donde los días pasaban sin prisa y los espíritus del pasado se mezclaban con los del presente, ella había guiado a muchos viajeros del alma. Pero Yeray era distinto. Desde su llegada, algo en él hablaba de raíces hondas, de mares y mapas, de memorias ancladas más allá del tiempo.
—¿Cómo te sientes, Yeray? —preguntó ella, sirviéndole un té humeante con hojas de tamarindo.
—Como si recordara algo que no sabía que había olvidado —respondió él, aún con la voz rasgada por el oleaje de su mente—. Vi a Colón, sentí el temblor en mi pecho cuando oí ese grito: “¡Tierra a la vista!”. No era una historia... era mi vida.
La terapeuta asintió, como si ya lo supiera.
—A veces, los recuerdos no son solo nuestros. Son de nuestra sangre. De las vidas que tejieron el alma que ahora habitas.
Yeray se quedó en silencio, mirando por la ventana de madera. Por primera vez en años, sintió que una brújula interna se alineaba. Tal vez su viaje no había sido solo una escapatoria. Tal vez había venido a Myanmar buscando una verdad más antigua que él mismo.
Un ancla, enterrada en la historia.
Acababa de cumplir sesenta y cinco años y, tras salir de la consulta de su terapeuta, se colocó los auriculares y comenzó a escuchar música de su lejana ciudad: La Habana. La ciudad que lo vio nacer.
Caminó rumbo a su hotel, un edificio de aire colonial en Rangún, capital de la antigua Birmania. Al llegar, cruzó el vestíbulo y se dirigió al mostrador de recepción.
—Buenos días —saludó amablemente a la recepcionista.
—Buenos días —contestó ella.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor?
Yeray, antes de contestar, se aclaró la garganta mientras el número 1492 aparecía en su mente.
Sin dudarlo dos veces, le respondió a la recepcionista:
—Sí, necesito algo... ¿Me puede dar la llave de la habitación 1492?
La joven pareció dudar. Tecleó rápidamente en el ordenador; luego, frunció ligeramente el ceño.
—La 1492... No suele ocuparse. Es una habitación antigua, en el ala oeste. Pero sí, está disponible. ¿Desea cambiarse?
—Sí —dijo Yeray, sin saber exactamente por qué—. Me gustaría pasar allí la noche.
Ella asintió, y tras unos segundos le entregó una nueva llave de metal con el número grabado, algo más pesada que la anterior.
—Aquí tiene. Pero... hay huéspedes que dicen que esa habitación guarda ecos del pasado. Algunos no se sienten cómodos allí.
—A veces, es justo eso lo que uno necesita —dijo Yeray con media sonrisa, guardándose la llave en el bolsillo.
—¿Quiere que le ayudemos a llevar sus cosas a su nueva habitación? —preguntó la señorita.
—No se preocupe, ya lo hago yo —respondió él.
Entonces se alejó de la recepción y subió las escaleras. Al llegar arriba, se encontró con un pasillo antiguo y comenzó a caminar hacia la habitación. Notó que las luces parecían más tenues en esa ala del hotel. Las paredes conservaban retratos desvaídos de otros tiempos, y el suelo crujía bajo sus pasos.

Antes de llegar a su nuevo dormitorio, se encontró con una mujer que salía de una de las habitaciones contiguas. Iba vestida con una túnica de lino color azul y llevaba el cabello recogido en una trenza suelta, adornada con una flor seca. Cuando sus miradas se cruzaron, algo en su pecho se agitó.
La reconocía. O al menos, sentía que debería reconocerla. Aquella mirada cálida, serena, casi fuera del tiempo...
Ella se alejó, dejando tras de sí un leve aroma a jazmín y sándalo que le resultó profundamente familiar. Yeray se quedó inmóvil un instante, como si acabara de recibir un mensaje que no sabía interpretar.
Después continuó caminando hasta la 1492. Al llegar, introdujo la llave en la cerradura. Al hacerlo, un escalofrío le recorrió la espalda.
No sabía qué iba a encontrar tras esa puerta. Pero algo en su interior le decía que esa habitación no era solo un número. Era una coordenada. Un punto exacto en el mapa de su memoria.
Al entrar, observó que era una habitación sencilla, de techos altos y paredes color hueso. Una lámpara de pie proyectaba una luz tibia.
Sin cambiarse de ropa, se tumbó sobre la cama, sintiendo cómo el peso del día lo arrastraba lentamente al sueño.
Y comenzó a soñar.
(...)
En su visión, volvía a estar a bordo de La Pinta, pero ya no era el momento del grito de Rodrigo de Triana. Esta vez, la carabela ya había tocado tierra. Habían llegado a una isla de aguas cristalinas y arena blanca, a la que Colón había dado el nombre de San Salvador, aunque los nativos la llamaban Guanahaní.
Yeray caminaba descalzo sobre la orilla. El sol le quemaba la piel, pero no sentía dolor, sino una extraña reverencia por aquel nuevo mundo que se desplegaba ante él. Podía ver a los taínos observándolos con ojos de sorpresa y temor, podía oler la mezcla de mar y vegetación virgen.
Luego, como arrastrado por la marea del sueño, el escenario cambió. Estaba nuevamente en alta mar, avanzando hacia el oeste. La carabela surcaba las aguas rumbo a otra isla: Cuba, a la que Colón bautizó como Juana, en honor a la hija de los Reyes Católicos.
Cuando desembarcaron, Yeray sintió que sus pasos se hundían en una tierra distinta. No era solo un descubrimiento; era un reencuentro. Los montes verdes, los ríos lentos, el tabaco en el aire… todo parecía hablarle en un idioma antiguo y conocido.
Fue allí donde la vio por primera vez. Una joven mujer de cabello oscuro y ojos de noche. Se llamaba Aniray y vivía en una aldea cercana al río Toa.
En el sueño, Yeray recordaba cada instante como si lo estuviera viviendo: las caminatas al atardecer, las conversaciones entremezcladas de gestos y palabras nuevas, el primer roce de sus manos bajo las palmas… y aquella certeza incuestionable de que el amor no siempre comienza en esta vida.
Se quedó a vivir en la isla. Nunca volvió a España. Con Aniray encontró un hogar más allá del tiempo, más allá del mar.
Y justo cuando sus labios rozaban los de ella en el sueño, un trueno lejano lo despertó.
Yeray se sentó en la cama, cubierto de sudor. Afuera llovía con fuerza sobre Rangún. Aún podía sentir el calor de la isla, el murmullo de los árboles, el perfume de Aniray en su piel.
La habitación 1492 parecía aún envuelta en ecos de aquel pasado. Como si el sueño no hubiese terminado, sino simplemente cambiado de forma.
Entonces se dio cuenta.
La conocía.
No era solo una sensación, no era un eco lejano de otra vida: era ella. La mujer del sueño. No en su forma exacta, pero sí en su mirada, en su aura antigua y silenciosa. Era ella, renacida, vestida con ropas de otro tiempo pero con el mismo misterio en los ojos.
Yeray se levantó de golpe, aún aturdido por el despertar y con el corazón golpeándole el pecho como un tambor indígena. Se calzó a toda prisa, sin encender la luz, y salió al pasillo envuelto en la tenue penumbra del hotel.
—¡Señora! —llamó—. ¡Espere!
El eco de su voz resonó suavemente entre los muros, como si el edificio mismo lo escuchara con respeto. Corrió por el pasillo hasta llegar al recodo donde la había visto horas antes. Nada. Solo el murmullo de la lluvia golpeando los ventanales. Giró a la izquierda. El pasillo seguía, más oscuro, más antiguo. Como si cada paso lo empujara fuera del tiempo.
Yeray ya no dudaba. La brújula interior que había empezado a moverse en la consulta de la terapeuta ahora apuntaba claramente hacia ella. No hacia el pasado, ni hacia la historia, sino hacia algo más profundo: Su origen. Su ancla. Su destino.
Bajó las escaleras con el corazón palpitándole en el pecho, aún con la esperanza latiendo fuerte tras el encuentro en el pasillo. Cada peldaño era un paso hacia una verdad que ansiaba confirmar.
Al llegar al vestíbulo, la vio. Estaba de pie, junto al mostrador de recepción, conversando con la recepcionista mientras sostenía un pequeño bolso de cuero gastado. Llevaba un vestido azul oscuro y, aunque su postura era distinta, la energía que emanaba de ella seguía siendo la misma: calma, profundidad, ese magnetismo inexplicable que se le había clavado en el alma.
Yeray se acercó, intentando controlar el temblor en sus manos.
—Hola —dijo con voz baja, casi temerosa—. ¿Nos conocemos?
La mujer se giró hacia él, sorprendida. Lo miró unos segundos, examinando su rostro, como si buscara alguna pista.
—Creo que no —respondió, con una sonrisa cortés, pero desconcertada.
Yeray sintió como si algo dentro de él se desmoronara en silencio. La ilusión, el reconocimiento, la certeza que había sentido... ¿había sido solo un juego de su mente cansada? ¿Un eco del sueño?
No dijo nada más. Bajó la mirada y se alejó, sin mediar palabra.
Pasó junto al portón del hotel, bajo el tintineo de las lámparas coloniales. La lluvia seguía cayendo con delicadeza sobre Rangún, como si intentara consolarlo.
Caminó hasta un banco bajo el alero, encendió un cigarro que hacía meses no tocaba, y dejó que el humo se llevara el momento.
Pero algo no encajaba. La manera en que ella lo había mirado... No había sido indiferencia. Había sido confusión, como si algo en su interior también hubiese dudado. Como si la respuesta no fuera un no, sino un “aún no lo recuerdo”.
Yeray cerró los ojos. A veces, el alma recuerda antes que la mente. Y él estaba dispuesto a esperar.
Yeray había nacido en La Habana en 1960, cuando el aire todavía olía a bolero, a café amargo y a mar sin fronteras. Pero siempre había sabido —porque su abuela se lo había contado entre susurros y leyendas familiares— que su sangre venía de más lejos.
—Tú llevas un nombre de los antiguos —le decía con voz grave, sentada en su mecedora frente al patio interior—. Yeray era nombre de los guanches, los aborígenes de unas islas que flotan en la inmensidad del Atlántico. Tus ancestros venían de las Canarias, mijo… Eran gente de mar, de volcanes, de silencios largos. Por eso el mar te llama. Por eso sueñas cosas viejas.
De niño no entendía del todo esas palabras. Solo sabía que le fascinaban los mapas antiguos, las brújulas oxidadas, las historias que parecían no tener principio ni fin. Sentía una conexión profunda con lo que no conocía. Un anhelo sin forma.

Ahora, sentado en aquel banco colonial en Rangún, bajo una lluvia suave y con el alma hecha nudos, aquellas palabras volvían como una marea. “Tú sueñas cosas viejas.”
Quizás su abuela había visto algo que él apenas ahora empezaba a comprender. No se trataba solo de regresiones. No era solo un sueño. Era una herencia. Una cadena larga de nombres, de voces, de memorias enterradas que tiraban de él desde el fondo del tiempo.
Canarias. América. Cuba. Myanmar. Como si todo estuviera unido por una línea invisible que su alma recorría a tientas.
Yeray miró la lluvia caer entre las baldosas. No sabía si aquella mujer de la recepción era Aniray, o solo una sombra de ella. No sabía si lo recordaría alguna vez, o si el destino ya había decidido jugar en silencio.
Pero sí sabía una cosa: su búsqueda no era una locura. Era su origen. Y tal vez no estaba tan lejos de encontrarlo.
La lluvia cesó como si el cielo también necesitara hacer una pausa. Yeray se levantó del banco bajo el alero del hotel, estiró las piernas y se echó a andar sin rumbo fijo por las calles mojadas de Rangún. La ciudad olía a tierra húmeda, a especias apagadas por la tormenta, a historias que dormían tras las paredes de madera antigua.
Caminó varias cuadras, cruzando templos y mercados cerrados, hasta que sus pasos lo llevaron frente a un pequeño cine de barrio, uno de esos que parecían salidos de otra época. El neón parpadeante del cartel anunciaba la película de esa noche: “El cartero siempre llama dos veces.”
Yeray se detuvo, mirando la imagen en blanco y negro que estaba delante de él. Algo en ese título, en el destino que siempre regresa, resonó con fuerza en su pecho.
De pronto, sin avisar, una melodía brotó de su memoria como una ola cálida que lo envolvía: “Toda una vida… me estaría contigo…”
La voz de Antonio Machín, suave y eterna, se coló entre sus pensamientos como un recuerdo querido. Era la canción que su madre tarareaba mientras cocinaba en La Habana, la que sonaba en las radios del Malecón al atardecer, la que su abuela decía que hablaba de vidas pasadas, de amores que cruzaban el tiempo.
La vio entonces, en su mente, con nitidez: su abuela sentada en su silla de mimbre, con los ojos cerrados y una sonrisa leve, escuchando a Machín y diciendo: —Esa canción no es solo de esta vida. Es de todas.
Yeray sintió un nudo dulce en la garganta. Entró al cine sin pensarlo más. El olor a palomitas viejas, las butacas de terciopelo gastado, la penumbra acogedora... Todo parecía un refugio.
Se sentó en la fila del medio, solo, y justo antes de que las luces se apagaran, pensó: “No solo se vive una vez. Se vive muchas. El alma recuerda.”
Y esa noche, entre sombras de celuloide, besos fatales en pantalla y la certeza de que el destino siempre encuentra su camino, Yeray volvió a viajar. No por mar. No por carabela. Esta vez, por dentro. En silencio. Con el alma despierta.
Y yo, mirándole a través de la tinta de mi pluma, le agradezco que su memoria siga viva, y que no haya dejado que el mar del olvido arrastre sus huellas.
Porque gracias a él —a Yeray, al niño de La Habana, al navegante de Gran Canaria— sabemos que las historias tienen poder, y que hay recuerdos que dan respuesta a nuestro origen.
España y Latinoamérica. El reencuentro de dos mundos. Porque algunos viajes no tienen final en la memoria.