miércoles. 24.04.2024

La Alcazaba de Málaga, la soberbia fortaleza islámica que ha sobrevivido hasta nuestros días, llegó a principios del siglo XX exhausta. Del recinto amurallado apenas se distinguían ya torreones moribundos y muros renqueantes al borde del colapso. La apatía municipal había permitido con las décadas que floreciera un barrio extremadamente humilde de casitas adosadas al vetusto monumento. Las fotografías que se conservan retratan un asentamiento infrahumano, sin agua corriente, ni luz, ni saneamientos, ni pavimentación.

Parecía inverosímil que entre el nudo de callejones maltrechos se ocultaran los restos del más importante castillo musulmán de Málaga. El arrabal se había levantado de forma caótica reutilizando abundante material islámico que dormitaba abandonado a su suerte desde hacía siglos. De los 30.000 metros cuadrados que ocupó la Alcazaba en sus años de esplendor, en el siglo XI, apenas quedaban reconocibles la mitad. Y una parte era usada por el Ejército desde muchos años atrás.

El extraordinario patrimonio andalusí agonizaba en todo el territorio español en el siglo XIX. Desde la Alhambra a la Mezquita de Córdoba. Y la Alcazaba de Málaga no era una excepción. Las denuncias y reclamaciones por riesgo de ruina se fueron sucediendo en las últimas décadas del XIX, según informa Carlos Sarria en su tesis doctoral ‘Juan Temboury Álvarez: el patrimonio como existencia vital’. Y en 1892 se cierne sobre el monumento una amenaza definitiva: un proyecto propone derribar los muros y los torreones de la Alcazaba para construir nuevas viviendas.

El siglo XX no arranca mejor. El 14 de agosto de 1929, se desploma una torre sobre el número 8 de la calle Ilaza. Los arquitectos municipales retoman el plan de construir nuevas viviendas en la parcela. Hasta que la República nombra al malagueño Ricardo Orueta como director general de Bellas Artes. Una de sus primeras decisiones fue la de incluir la Alcazaba en el catálogo de monumentos histórico artísticos y el Tesoro Nacional. Entonces llegó diciembre de 1932. Una lluvia torrencial azota el monte de Gibralfaro y emergen restos humanos supuestamente procedentes de una necrópolis musulmana.

A la izquierda, calle Torre del Tiro, en la Alcazaba (imagen: Nicolás Nogueroles). A la derecha, arcos lobulados de yeso (imagen: Leopoldo Torres Balbás). Las dos fotos se encuentran en el Legado Temboury de la Diputación de Málaga
A la izquierda, calle Torre del Tiro, en la Alcazaba (Imagen: Nicolás Nogueroles). A la derecha, arcos lobulados de yeso (Imagen: Leopoldo Torres Balbás). Las dos fotos son de principios del siglo XX y se encuentran en el Legado Temboury de la Diputación de Málaga

Un informe examina el accidental hallazgo. Su autor es un joven de 33 años, llamado Juan Temboury, miembro de una familia de la burguesía malagueña propietaria de una conocida ferretería en la calle Larios. El dosier resta importancia a la necrópolis hallada, pero defiende, por primera vez, la inexcusable obligación de rehabilitar la Alcazaba. Y escribe: “El alto papel que Málaga tuvo en la cultura de la España árabe exige la salvación de este monumento”. Temboury nombra la palabra clave: salvación. Hasta ese momento, la fortaleza islámica apenas había sido un montón de piedras molestas en el monte de Gibralfaro.

Y agrega: “Abandonada por sus dueños legales, poblose de míseras viviendas, que apoyadas sobre sus muros y torres ya ruinosos precipitan con su peso el derrumbamiento”. Es el comienzo del fin. Temboury no era arqueólogo. Ni historiador del arte. Ni alto funcionario del Gobierno. Era un joven profundamente comprometido con el patrimonio histórico de su ciudad, que acabó convirtiéndose en una pieza básica de su recuperación.

“Nunca vivió de la protección del patrimonio histórico ni de la política”, puntualiza Carlos Sarria, en conversación telefónica desde Málaga. No lo necesitaba. Todos sus ingresos provenían de la administración de la ferretería en colaboración con sus hermanos. Eso sí: llegaba al comercio por la mañana, soltaba su sombrero y su paraguas y salía a toda prisa para visitar las obras de la Alcazaba. Su primera actuación como conservador del patrimonio no tuvo que ver con la fortaleza musulmana. Fue poco después de la proclamación de la II República. El 10 de mayo de 1931 se desató una revuelta anticlerical que ocasionó graves daños materiales a edificios religiosos. Por orden de Orueta, Temboury participó en la catalogación de los objetos e inmuebles destruidos.

Dos años después, en 1933, el director general de Bellas Artes volvió a contar con Juan Temboury para la rehabilitación de la Alcazaba. El proyecto le fue encargado al arquitecto conservador de la Alhambra, Leopoldo Torres Balbás, un restaurador decisivo en la historia de la gestión cultural de España. La primera dotación presupuestaria para recuperar la Alcazaba ascendía a 20.000 pesetas. Y tanto el arquitecto José González Edo como Juan Temboury se ponen al servicio de Torres Balbás sin que hubiera mediado nombramiento oficial alguno. “Desde entonces, Temboury se convirtió en los ojos y las manos” del restaurador de la Alhambra, subraya Carlos Sarria.

A la izquierda, Arco del Cristo de la Alcazaba, en una imagen de principios del siglo XX (fotografía Miguel Osuna). A la derecha, busto de Juan Temboury en la puerta del monumento andalusí.
A la izquierda, Arco del Cristo de la Alcazaba, en una imagen de principios del siglo XX (Fotografía: Miguel Osuna. Fuente: Legado Temboury). A la derecha, busto de Juan Temboury en la puerta del monumento andalusí. 

Los habitantes del barrio fueron expropiados en una operación que se prolongó hasta bien entrada la década de los cuarenta. La Alcazaba recobró parte del brillo que llegó a exhibir entre los siglos XI y XV. Algunas fuentes sostienen que para su construcción se usaron materiales procedentes del Teatro Romano que se encuentra en las inmediaciones. Otra teoría evoca un origen fenicio de la fortaleza. En todo caso, la Alcazaba se convirtió en un bastión nazarí que resistió el ataque de Fernando el Católico desencadenado el 5 de mayo de 1487. Cuatro meses después, el 19 de agosto, los Reyes Católicos entraron en Málaga portando la cruz y el pendón de Castilla.

La posición de Juan Temboury dio un salto cualitativo el 4 de marzo de 1936, cuando fue nombrado delegado de Bellas Artes en Málaga. El golpe militar cinco meses después y la guerra civil subsiguiente supusieron un impacto trágico en la vida de los malagueños y, en general, de todo el país. El equipo de especialistas de Torres Balbás se quedó aislado en Málaga. Temboury tampoco abandonó la ciudad, que cayó en manos de los militares rebeldes en febrero de 1937. A González Edo le sorprendió el golpe de Estado en Madrid y ya no pudo regresar.

Ese mismo año, Temboury es elegido concejal del nuevo Ayuntamiento franquista que se acababa de constituir en Málaga. Los trabajos de la Alcazaba no tardaron mucho en seguir su curso, una vez que se hubo estabilizado la situación en la ciudad. “Poco a poco se continuó trabajando con toda la información que Torres Balbás había suministrado hasta el momento”, señala Carlos Sarria. Y en enero de 1940, el Ayuntamiento lo nombra conservador de la Alcazaba, ahora ya sí con un cargo oficial reglamentario.

Imagen de la Alcazaba y el barrio adosado antes de su rehabilitación a principios del siglo XX.
Imagen de la Alcazaba y el barrio adosado antes de su rehabilitación a principios del siglo XX (Fuente: Legado Temboury)

La de la Alcazaba fue posiblemente la actuación más relevante de las acometidas por Juan Temboury en Málaga. Pero no la única. “Si trazamos un triángulo desde la Plaza de la Merced, el Museo Picasso, el Teatro Romano, la Alcazaba y el Museo Provincial, casi todo el patrimonio histórico existe gracias a él”, asegura el historiador del arte Carlos Sarria. Su vínculo con el pintor universal en los años de la dictadura fue capital décadas después para la fundación del Museo Picasso. “Fue el hilo conductor que mantuvo viva la relación con Picasso, lo que nos ha permitido hoy contar con el Museo”, sostiene. De hecho, una de las hijas de Temboury es patrona del centro Picasso.

La abuela de Luisa Mora, directora de la Biblioteca Islámica, fue hermana de Juan Temboury. En la familia, la figura del malagueño ha tenido un peso extraordinario, más allá de su impagable contribución a la pervivencia del patrimonio histórico de Málaga. Precisamente fue su abuela Margarita quien lo acompañó en uno de los viajes que marcaría su biografía. “Con 22 años fue a Granada a conocer la Alhambra. Y se quedó fascinado con el patrimonio andalusí”, explica Luisa Mora. Esa visión pudo haber reforzado su conciencia del valor arquitectónico andaluz y la necesidad de rescatar del abandono el patrimonio malagueño.

“Juan no tenía ninguna formación académica en la materia. Fue un autodidacta. Y eso es lo más alucinante”, afirma la directora de la Biblioteca Islámica, en cuyos anaqueles descansa abundante bibliografía sobre la Alcazaba y Temboury. Su entusiasmo lo empujó a aprender sobre el patrimonio histórico y a moverse por los circuitos administrativos, que, a la postre, le permitieron participar activamente en todo el esfuerzo de conservación de la arquitectura monumental de Málaga. “El turismo de hoy le debe mucho a Juan Temboury. Si él no hubiera tenido la visión de recuperar todo ese patrimonio, hoy no existiría”.

Logró acumular también una gran colección fotográfica de enorme valor histórico, que puede consultarse de manera telemática en el Legado Temboury de la Diputación de Málaga. Fue una figura muy respetada en la ciudad, gracias a su carisma personal y a su compromiso en la defensa del patrimonio cultural. De hecho, una estatua en la entrada de la Alcazaba reconoce su indiscutible labor hace ya 90 años en la salvación de un monumento a punto de la extinción.

Así salvó Temboury la Alcazaba de Málaga
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